lunes, 21 de marzo de 2011

El Diploma


Mirando a través de las improvisadas cortinas, hechas con las sobras de un viejo mantel que tenía la niña Ada en uno de los antiguos baúles que proliferaban en aquella extraña casa, Leonel se dio cuenta que su día había empezado.

Tenía ya casi dos años como inquilino favorito de la casa de la niña Ada, quien era muy querida en el pueblo por haberse echado encima la carga de atender ella misma y casi sin ninguna ayuda a los contagiados de una extraña enfermedad traída por los sarnosos animales de un circo que nadie supo a ciencia cierta de donde vino y que por las urgencias de la peste que trajo, nadie tampoco supo cuándo ni por donde se fue.

La niña Ada nunca tuvo la necesidad de tener inquilinos en su casa, su esposo le había dejado además de tierras y ganado, suficiente dinero en sus cuentas como para vivir cómodamente, casi que exclusivamente de los intereses. Nunca se manejó muy bien con las labores del campo, de hecho detestaba el olor de la tierra, de la mierda de vaca y del fertilizante que su marido, el difunto Isaac Gallón, traía impregnado en la ropa todos los Domingos y que para colmo de males, ella tenía que lavar a mano, porque en aquella desgraciada época todavía no se habían inventado las lavadoras, y si se las habían inventado, Isaac Gallón no hubiese permitido que se comprara una en la casa, solo para patrocinar la pereza de su mujer.

Por eso a la primera oportunidad que tuvo, la niña Ada se desentendió de aquellas propiedades que solo le traían malos recuerdos. Las alquilaba a contratos de dos o tres años, siempre asesorada de Leonel que era el mejor amigo de su hijo desde la Universidad y a quien ella misma trajo desde Barranquilla para que trabajara en la Alcaldía.

Los primeros años Leonel venía una o dos veces al mes por un par de días siempre recibido en la hospitalidad de la casa de la niña Ada, pero a medida que su talento se imponía y era evidente que las cosas funcionaban mucho mejor cuando él estaba al frente, el último alcalde decidió darle un empleo fijo, donde prácticamente era él quien manejaba los destino de aquel “pueblo de maricas” como a veces le escuchaba decir cuando hablaba por el teléfono celular.

-No muerdas la mano de quien te da de comer- le repetía la niña Ada cuando lo escuchaba.

Habiendo nacido y crecido en ese lugar, la niña Ada sabía perfectamente la índole perversa de los lugareños, su nivel de intolerancia y sus malos corazones, por eso nunca recibía inquilinos del mismo pueblo y por eso mismo, no había traído nuevos inquilinos a su casa hacía ya cuatro meses.

Leonel se sentía solo y aburrido, incluso con la enorme cantidad de trabajo que tenía de día, tratando de embotar su mente en el mar sin límites de la Internet y sobre todo repasando día tras día las fotografías de sus días en la Universidad o en Barranquilla, cuando trabajó en una fundación donde ayudaba a personas de escasos recursos o sencillamente las fotos del último fin de semana cuando fue a Sincelejo o a Coveñas. Luego de hacer todo eso casi que religiosamente día tras día y noche tras noche, Leonel se encontraba a las 2 de la mañana pensando en la forma más rápida de salir de aquel moridero que no le permitía ser quien él era.

Era todo. Aceptó el trabajo para el que lo recomendó el alcalde anterior, porque luego de haber trabajado a destajo por casi cinco años y habiendo adquirido responsabilidades económicas serias cuando trabajó en la fundación creada por el mismo, tratando de salvar el mundo, no le quedaba de otra que sucumbir a la tentación de ganar todo el dinero que significaba ser la ficha clave del alcalde, el que manejaba los hilos de aquel pueblo lleno de rumores y secretos a voces.

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